Texto de la Obra
Texto de la Obra (Segunda Edición), por José Antonio Castillo Rodríguez
"Al pueblo de Benalauría,
laborioso en la tierra e imaginativo en la industria.
Guardián del paisaje y su pasado y abierto al devenir.
Alegre, bullanguero y participativo cuando se le requiere.
Sobrio, estoico y callado cuando se le pide. "
Introducción
Cuando decidimos, allá en los comienzos de la década de los 90 del pasado siglo, que nuestro pueblo debía celebrar esta fiesta bajo las directrices y el texto de un libreto propio, nuestra primera preocupación fue rastrear en la historia de estas serranías un hecho que tuviera relación con las tormentosas relaciones entre los musulmanes y cristianos, que, desde 1492, habían ocupado el último reino musulmán de la península.
En este contexto, muy pronto pudimos comprobar como abundaban los desencuentros ya desde los primeros tiempos de las capitulaciones, hasta llegar al enfrentamiento abierto y la guerra sin cuartel en la revuelta de 1501, en Sierra Bermeja, y más tarde, durante la rebelión de los moriscos de 1569.
En ambos dramas nuestra tierra se vio afectada, aunque en mucha mayor medida en el segundo, cuando la gravedad de los hechos y la posterior represión dejaron prácticamente despoblado gran parte de este valle y del sur de la Serranía. Pero la ferocidad de aquella guerra sin cuartel, con sus secuelas de asesinatos y crueldades, y la terrible respuesta del poder constituido, no estaban demasiado acordes con un propósito festivo: ¿cómo montar un festejo partiendo de hechos tan dramáticos? Buscábamos algo menos trágico, algún acontecimiento que no revistiera tal cohorte de maldades como las que se desarrollaron en la guerra morisca.
Desde el principio, nos pareció que, si bien no tan plausiblemente cercana a este pueblo, la gran revuelta de los mudéjares en Sierra Bermeja servía mucho mejor a nuestros propósitos: queríamos recrear un hecho histórico que sirviera de pretexto a nuestra fiesta, sí, pero con un final no tan infeliz como el de 1570.
¿Por qué esta idea de recrear lo puramente histórico sin acudir a la necesaria tragedia?, ¿por qué este afán de mirar hacia otro lado cuando los hechos fueron los que fueron, sin que podamos hoy cambiar, ni siquiera entender del todo, el curso de los acontecimientos?. Pensábamos que nuestra fiesta no debía hurgar en pasados rencores, y pues íbamos a rememorar nuestra historia, mejor convenía hacerlo buscando la cercanía a los hechos, con el mayor rigor posible, pero intentando, sin pretender juzgar situaciones que no podemos entender bajo nuestra actual óptica, dejar en el aire un mensaje de piedad hacia el vencido, no de represión desmedida, de respeto por su cultura, no de burla, de comprensión hacia unos lugareños ajenos a todas luces a un destino que no habían buscado, un destino que los encadenaba a pertenecer a un rincón de un estado, ahora cristiano-occidental, por el azar de la geopolítica y del implacable devenir de los tiempos históricos (devenir que, por otra parte, tuvo un signo contrario ocho siglos antes).
Nada mejor, pues, que esta revuelta de Sierra Bermeja donde, sin lugar a dudas, esta parte del Valle del Genal se vio envuelta, como el resto de las qurà de la Sierra. De los incidentes previos las fuentes hablan continuamente de este valle (véanse en el capítulo primero de este libro): agravios y despojos en 1495 en Gaucín, Algatocín, Benamaya, Benarrabá, impuestos extemporáneos que provocaron incluso la muerte del recaudador López de Haro en Benadalid, en 1487, conversiones de helches y musulmanes en 1500, con la transformación de mezquitas en iglesias en Igualeja, Parauta, Balastar, Póspitra, Pujerra, Atajate y Júzcar, nuevos impuestos en 1501 y revueltas en Benalauría y Benadalid, etc...
Tampoco fueron escasos las agresiones de los moros a pueblos y propiedades cristianas, o recién conversos, como los ataques al señorío de Feria (Benadalid-Benalauría) por parte de los moros de Villaluenga, según hace constar el secretario real don Francisco de Madrid. O ese espíritu de Yihad del que nos hablaba el Profesor López de Coca, cuando cita las venganzas contra los bautizados de Atajate o Igualeja, el asesinato de un moro de Setenil por parte de los de Cartajima, y los expolios en las propiedades y ganados tomados como botín de guerra. Así mismo, no era infrecuente el secuestro de personas, como denuncia el vecino de Faraján Hamete Abencaçin, de bautizado Juan Tello, que no puede impedir que su hija Isabel sea llevada por la fuerza al Daidín (LÓPEZ DE COCA, 1994).
Ahora bien; no podemos pensar que, como se sugiere en el texto que va a continuación, Benalauría estuviese poblada por cristianos, pues sabemos que constituía, junto con Benadalid, Benamauya y Benahamuz, una alcaria del señorío de Feria, es decir una aldea poblada por moros, digamos mejor mudéjares, sujetos a capitulación, y bajo la jurisdicción de su señor. Pocos pobladores castellanos vivirían entonces en estos pueblos a no ser el alcaide de la fortaleza de Benadalid, y algún que otro encargado o funcionario del conde, algún misionero, escribano o posadero (SIERRA DE CÓZAR, 1987).
Pero es indudable que estas aldeas fueron afectadas en gran medida por la revuelta. El dato más fehaciente nos lo proporciona el registro de población, pues sabemos que Benalauría contaba con unos 50 vecinos, 220 habitantes, antes de la guerra (ACIÉN ALMANSA, 1979), y en 1501, sólo se contabilizan 28 vecinos, es decir, el pueblo pierde casi la mitad de su población. El Valle del Genal por su parte, excluido en Señorío de Casares, disminuye igualmente en más de 1/5 de sus habitantes. (LADERO QUESADA, 1993)
Por tanto, la base histórica, la justificación del argumento y de la acción quedan perfectamente delimitados, aunque tengamos que incluir al elemento cristiano en el pueblo para poder armar dicho argumento. En realidad, y queremos insistir en ello, nuestra obrita no es más que una recreación sobre una realidad fehacientemente histórica, una especie de símil, de resumen si se quiere, de aquellos enfrentamientos que ensangrentaron al Reino de Granada varias veces durante aquel siglo. Nada, pues, mejor a nuestros propósitos que la revuelta de Sierra Bermeja donde, como hemos visto en los capítulos anteriores, no existió represión violenta sobre los refugiados del Calaluz, y sí unas nuevas capitulaciones que impuso el Rey Católico.
Nuestra obra termina, precisamente así, con la requisitoria de un oidor de la Chancillería de Ciudad Real, enviado regio, y las palabras del caudillo mudéjar, un campesino que deja, entre lágrimas, la tierra de los suyos y que da libertad a su gente para que, o bien se acojan a los nuevos tratados si se convierten, conservando sus propiedades, o bien marchen, siendo musulmanes, allende.
Sobre la vestimenta y el aparato escénico
Este es, sin duda, un festejo callejero donde todos pueden participar, sean o no naturales de esta población. No obstante, aconsejamos encarecidamente huir de vestimentas en exceso retóricas, o exóticas, que no son precisamente las que aquí necesitamos. Antes bien, preferimos la sencillez en los vestidos y tocados, sin lujos ni adornos excesivos, ni elementos anacrónicos. Piénsese en que estas serranías no daban para mucho, así que sus hijos no eran precisamente potentados, sino sencillos labriegos y pastores.
Si embargo, esta sobriedad no ha de estar reñida con el colorido, sobre todo en los trajes de las mujeres, siempre más atractivos y hermosos, y cuyo concurso en esta fiesta resulta del todo imprescindible. Nosotros recomendamos adquirir la típica vestimenta popular del vecino Marruecos, tan fácil de encontrar o imitar, o también disfraces propios, hechos por un sastre, cuyos diseños estamos dispuestos a mostrar gustosamente, y que imiten, más o menos, los que proponemos desde la organización para los moros que tienen los papeles más importantes, y que se basan en los que debieron llevar algunos notables nazaríes: calzones anchos, como los zaragüeyes, camisa también ancha y larga, ceñida a la cintura, capa o jaique blanco, abierto, con capucha y borla. El tocado, con turbante blanco, o mejor, con un casco rodeado por éste. Pueden llevar una espada tipo nazarí, sin afilar y despuntada, aunque sin lujos.
Los cristianos han de ser, igualmente, campesinos, con calzones hasta el tobillo, algo ajustados, alpargatas de esparto, camisa blanca de algodón, ancha y con cuello de tirilla o abierto y con cordones también blancos, y un chaleco largo, sin mangas ni solapas ni botones, sino con ojales y cordón, ajustado a la cintura. Los colores han de ser pastel, con tendencia a los tonos ocres, terrosos, oliváceos, tostados. Llevarán como armas, espadas, horcas, bielgos, rastrillas, de madera y con las puntas romas, para evitar accidentes. Las mujeres cristianas deben vestir con vestidos largos, talle ajustado y faldas con ciertos vuelos, con la manga ancha y sin excesivo escote. Llevarán un tocado de la época. Los colores, pastel, muy planos, y no deben portar collares o joyas, pues son, igualmente, campesinas.
El alcalde puede ir de negro, aunque con camisa blanca, similar a la descrita antes. Debe llevar un gorro tipo renacimiento, que se puede diseñar fácilmente a partir de los cuadros de época. El capitán de la milicia, como un campesino más, aunque con espada y botas, que serán también atributos del alcalde.
El oidor llevará calzón ajustado, camisola blanca, chaleco rojo y capa corta negra. Su tocado es un típico rulo renacentista, con caída y vuelta. Llevará botas altas y espada.
El paje del oidor irá vestido como los maceros de los Reyes Católicos, cuya vestimenta persiste en las ceremonias solemnes de algunas corporaciones, y en las Cortes del Reino de España.
Otros elementos son el pendón del pueblo, que no es sino una adaptación del escudo de los Reyes Católicos, los gallardetes y banderolas que se colocan en balcones y calles, y la enseña mora, verde y con elementos negros. No es aconsejable utilizar otros decorados que, dada la escasez de medios, no serían más que añadidos de mal gusto a un entorno urbano muy hermoso, que se basta por sí mismo para envolver adecuadamente la acción.
Las luchas se acompañarán de traca, colocada y prendida por los artificieros que el Ayuntamiento y la Asociación de Moros y Cristianos determinen, estando prohibido expresamente cualquier otro tipo de manipulación no autorizada, y el uso de cohetería.
Dramatis Personae:
- Alcalde, don Francisco de Antequera.
- Capitán, don Pedro de Ayala.
- Q’aid mudéjar, Ahmad Ibn Muhammad al-Xamais.
- Embajador mudéjar, Abd-Allah Ibn Quzmán al-Wazir.
- Oidor de la Real Chancillería de Ciudad Real, don José de Toledo.
- Esposa del Q’aid, Aixa bint Yussuf al Xanarí.
- Niños mudéjares, Yussuf y Umar Ibn Ahmad
- Mujer I, Dª Catalina de la Fresneda.
- Mujer II, Dª Ana García.
- Mu’ecín, Abú Yaqub al Kurtixí.
- Cabrero, Antonio el de la Cancha.
- Cronista, Dª Rosario de la Loma.
- Soldado de la milicia ciudadana, don Diego Martín.
- Soldados, mudéjares, caballeros, pueblo de Benalauría.
Epílogo
Este trabajo se realizó por encargo del pueblo de Benalauría, que decidió en pública asamblea transformar una Fiesta de Moros y Cristianos que había entrado en una decadencia imparable. A mí me cupo el honor de realizar tal transformación, cuyo primer borrador fue leído por cuantos quisieron, y aprobado después para ser puesto en escena.
Desde el principio me impuse la obligación de no realizar una ruptura definitiva con el anterior libro, intentando respetar la acción principal, aunque con las directrices históricas que hemos citado en otro lugar, que me obligaban a modificar en la práctica casi toda la trama, así como a la introducción, o variación, de algunos personajes. Este nuevo libro es, por tanto, deudor del que esta fiesta se nutría, pero no por ello menos legítimo, y por tanto nos pertenece de pleno derecho.
He procurado la sencillez en el lenguaje, por la implicación popular de este espectáculo, aun cuando acusen algunos diálogos un estilo arcaizante, para acercar un tanto la obra a su siglo, y se utilice la retórica en muchas de las descripciones: más que un ejercicio de estilo, lo que se pretende es lograr la emoción del espectador, que no se concibe un teatro popular que no sea capaz de embargar el ánimo del que lo oye y lo contempla. Para este logro, el romance, dentro de su solemnidad, nos concede un ritmo y cadencia muy adecuados a la comprensión, si bien aparecen otras estrofas menores que se han construido para romper la monotonía.
Igualmente, se reconocen en las descripciones lugares nunca ajenos a las gentes de este pueblo, terrazgos que a buen seguro debieron tener otros nombres entonces, aunque no los topónimos derivados del árabe o el beréber. De esta manera, intentábamos también acercar la obra a la gente, pues hablándoles de lo que les es familiar se creaba un vínculo de identificación, primero, y de colaboración más tarde. Difícil ha sido, por tanto, encontrar ese pretendido equilibrio entre la claridad expositiva y la dignidad literaria; si se ha conseguido o no, es algo que a mí me está vedado considerar.
En este nuevo libro se incluyen otros nuevos personajes y se han modificado algunos aspectos de la acción, que la experiencia en la puesta en escena durante estos últimos años nos ha aconsejado: una nueva mujer cristiana, la madre de los niños mudéjares, un muecín, el paje del oidor, y algunos figurantes a caballo, que representan simbólicamente la llegada de las milicias concejiles. También se han variado algunos nombres del bando mudéjar, pues hemos querido conseguir un mayor rigor filológico, menester en el que ha sido imprescindible la ayuda y consejo del arabista Dr. Martínez Enamorado.
Igualmente, la exégesis histórica que desde el principio nos hemos impuesto nos obliga a exponer algunas consideraciones. En primer lugar, queremos huir de esa edulcorada profesión de fe que cierta historiografía y literatura, con el laudo de alguna clase política presa de un aldeanismo tan de moda, realizan en torno a la visión simplista y tópica de un Al-Andalus tolerante, culto y pacífico, enfrentado a una Castilla agresiva, bárbara e inculta (tan inculta que había construido las catedrales de Santiago y Jaca, de León y Sevilla).
Desgraciadamente, los conceptos de yihad y cruzada estaban demasiado próximos, ambas partes los emplearon con frecuencia, y las aceifas o algazúas de unos y las expediciones de otros nunca fueron ajenas a la barbarie de la guerra. Basta, pues de maniqueísmos. Y así, lejos de dejarnos llevar por esa autocomplaciente nostalgia de un paraíso que nunca existió, ni siquiera para los propios musulmanes antes y después de los Taifas, léase Almutamid de Sevilla, cuando llegan las hordas almorávides de Ibn Tashufín, o los posteriores atropellos que causaron los intolerantes almohades, consideramos que la Historia está ya escrita, y que su devenir implacable ha dictado sentencia: España (Al-Andalus para el mundo musulmán), y Andalucía en particular, son hoy parte indisociable de la cultura occidental de raíz grecorromana.
Segundo, no podemos dejar de lado, nadie con un mínimo conocimiento de la Historia lo haría, al resto de influencias que llegaron hasta nuestra península: la decisiva, fundamental e imperecedera aportación del cristianismo, la de los germanos, la de los judíos, la riquísima, en el tiempo y en el espacio, que nos legara el Islam, en lo que respecta al arte y al urbanismo, a la poesía, a la ciencia, a la agricultura y artesanía, incluso a nuestra lengua, la que nos llegó desde el resto de la cristiandad por el Camino de Santiago, el primer punto de encuentro religioso, socio-cultural y económico de los europeos, y la que nos cedió, en aspectos no sólo etnográficos, el Nuevo Mundo.
Todo ello nos gestó como nación, como pueblo, y nos lanzó hacia el exterior con unas energías que se derramaron por todo el occidente, incluso llegando hasta el continente americano, donde las huellas de esta amalgama, con luces y con sombras, son bien notorias y cuyas aportaciones, como hemos dicho, tomamos de allí y difundimos por Europa. A todo ello habría que añadir la extraordinaria corriente inmigratoria que acude hoy a nuestro país en busca del bienestar que se les niega en los suyos. Sean bienvenidos, porque su trabajo y sus modos de vida nos van a enriquecer a buen seguro.
Todas estas consideraciones no pueden ni deben oponerse a nuestro propósito de buscar puntos de encuentro entre lo que la fría descripción histórica de los hechos nos relata y el deseo de entender la realidad de unos campesinos mudéjares a todas luces inocentes y ajenos a lo que se les venía encima. Es terrible pensar qué pasaría por sus mentes cuando se ven obligados a dejar su tierra y la de sus antepasados, el paisaje, bellísimo, que habían coadyuvado a formalizar.
Este sí que pudo ser un paraíso, aislado e ignorado, pero el único posible para sus habitantes. Pero no insistiremos sobre los desencuentros, ni buscaremos culpables, esa no es nuestra misión. Más bien intentaremos, con nuestra fiesta, tender puentes para el entendimiento entre los hombres, mostrar la penosa realidad de la guerra, el terrible drama del exilio, hechos que, por desgracia, no son extraños a nuestra época que asiste, entre la consternación y el miedo, a una peligrosa escalada y repunte del odio entre las etnias, creencias y civilizaciones.
Esta segunda edición quisiera dedicarla a todos los que han hecho, a los que hacen, posible esta hermosa fiesta, desde los actores y actrices más importantes hasta los secundarios, pasando por todos los figurantes, que son el pueblo de Benalauría, y los hombres y mujeres que ayudan en la sombra: los que sacan sus caballerías, los que encienden las mechas de los petardos, los que cuidan del sonido, los que cosen, los que ensayan, los que apuntan, los que adornan la plaza, los que realizan los tocados. Nada sería posible sin tanta ayuda, de modo que la fiesta pertenece plenamente a este pueblo, como este libreto, que cedo gustoso a la Asociación de Moros y Cristianos.
En el recuerdo quedan, igualmente, los que se prestaron en el pasado a realizar y a vivir este festejo. Ellos nos enseñaron la virtud de la diversión sana y alegre, compartida por todos, abierta a todos, y nos legaron la responsabilidad de cuidar y perpetuar este patrimonio para las generaciones que nos han de seguir. Es en este apartado donde el trabajo de la Asociación de Moros y Cristianos resulta del todo imprescindible, así como en el cuidado permanente de todos y cada uno de los aspectos de la celebración.
Quisiera dar las gracias a todos los Profesores que han colaborado en la edición de este libro, cuyos nombres aparecen oportunamente en cada uno de los artículos. También, al pueblo de Benalauría y su Ayuntamiento por su confianza en mi persona para llevar a cabo esta edición, y a los fotógrafos y dibujantes que han prestado sus obras. Finalmente, al Centro de Ediciones de la Diputación Provincial de Málaga, y a su editora Victoria Rosado, por concedernos la oportunidad de plasmar y difundir nuestros afanes en este hermoso libro.
José Antonio Castillo Rodríguez
En Benalauría, desde el otoño inimitable del Genal, año de 2004.